Nuestro refugio antiaéreo era el puente. De todos modos habían cesado
los bombardeos. ¡Vaya confusión, me sentía un extranjero! Afganistán quedaba muy lejos. El caballo había descendido por el terraplén pero desaparecía
por unos matorrales que bordeaban todo el arroyo. Mi reloj de pulsera marcaba
las tres. Necesitábamos descansar, cerrar los ojos y despertar con la esperanza
de un nuevo amanecer. El caudal del arroyo era escaso, todo hacía presumir que
su cauce era, además de estrecho, poco profundo. Acurrucados, nos quedábamos
dormidos debajo del puente, como Astor, que echado entre nuestros bultos
parecía una bola de pelos.