Había dormido demasiado. Sofía anunciaba que la
mesa estaba servida. Se oían los maullidos de Astor. Anochecía. La oscuridad
invadía los recovecos del dormitorio. Desde la ventanilla no se veía otra cosa
que negrura. También se oía el chirrido de unos grillos. Me sentaba en la cama,
viendo como Sofía preparaba la mesa a la luz de unas velas que aparentemente
había conseguido. Bostezaba, estirando los brazos. Finalmente erguía el cuerpo.
Deslizando las manos sobre las paredes del pasillo me iba acercando. En la mesa
había dos platos, con choclos hervidos. Eran lo suficientemente voluminosos
como para alegrar a cualquier aldeano. También había una botella de plástico
con agua hasta el pico. Dos vasos de acero le ofrecían compañía. No había
utensilios. Tomaba asiento en la banqueta más próxima a la puerta. Ella, en
cambio, se sentaba a mi lado derecho, de espalda a la cocina. Frente a nosotros
había otra ventanilla. Estaba cerrada. Era de mayor tamaño que las instaladas en
el dormitorio.