Ya
montados a caballo recordábamos que habíamos olvidado al indiecito, el mismo individuo
que, si bien nos había salvado de la sombra, nos habíamos metido en problemas
con la singular hormiga reina.
—
Hemos olvidado al niño indio —se volteaba Sofía para penetrarme los ojos con su
mirada de mujer tensa.
—
¿Y ahora qué hacemos?
—
¡Allá viene —le apuntaba con el dedo índice, descansando su antebrazo en mi
hombro izquierdo— por encima de la hembra!
No
podía darle la espalda, el niño indio corría como un galgo, a escasos metros de
la bestia, que lo seguía como si fuera su presa. Dos columnas de insectos, en
forma de pirales y con remates piramidales, ennegrecían toda la pradera, por
detrás de su reina. Mantener la calma era una odisea.