sábado, 14 de mayo de 2016

ODISEA EN AMÉRICA (EPISODIO #141)


El niño indio seguía corriendo, en dirección a nosotros, con los brazos levantados. La reina no se daba por vencida. Como una sombra nefasta quería liquidarlo. El caballo movía la cola. Como siempre, desentendido. En buen momento el indiecito lograba alcanzarnos.
— ¿Quién es? —me preguntaba ella, cobijando a Astor con los brazos.
— Realmente no sé quién es, ni qué hace con nosotros, pero nos ha salvado. Deberíamos llevarlo.
— ¿Llevarlo… a dónde?
—Algo me dice que debería acompañarnos.
Lo observábamos. Su cabeza estaba gacha, el cabello negro caía hacia su cara. Me apenaba verlo en ese estado. Sentía que lo conocía de toda una vida, como si fuera un hermano. Tal vez se había perdido y necesitaba nuestra compañía. Sofía sorprendía corriéndose hacia delante, como si buscara generar espacio para que también subiera al lomo del caballo:
— ¡Entonces que venga con nosotros!
Les juro que contemplaba el perfil de su rostro y me emocionaba. Su boca me tentaba a comerle los labios. La amaba con alevosía, desconociendo si mis sentimientos eran correspondidos. Simplemente no me animaba a soltarlos, pero no podía perder el tiempo apreciando sus encantos, aún podíamos convertirnos en el banquete preferido de esos insectos hambrientos. Tendía mi brazo derecho. El indiecito sonreía. Jamás olvidaré su mirada de niño complacido. No pesaba demasiado. En cuestión de segundos ya estaba montado. Sentía sus uñas en la cintura, me indicaban que ya estaba preparado para la huida. Repentinamente un chirrido desaforado nos dejaba sin aliento. Nos volteábamos. Unos pocos metros nos distanciaban de la bestia. ¡Tenemos que irnos!, suplicaba Sofía entre lamentos desesperados. El caballo no partía. Seis talones inquietos ejercían presión sobre sus costillas, sin embargo el desgraciado se oponía a la huida. Nuestro mamífero équido, además de soso, era terco, no nos sorprendíamos.