—
¡Dios mío, Milo —sollozaba ella con los nervios, desbordándola—, este caballo
no marcha!
—
¡Es que no entiendo qué le pasa! ¡Se comporta como una cabra!
Mientras
tanto la hormiga reina acortaba distancia, afilando sus mandíbulas para
hacernos conocer su rabia. Encima las columnas de insectos no se desarmaban.
Nuestra muerte era macabra. ¡Santos zánganos, Erchudichu reaparecía como un
rayo! Se ubicaba a centímetros del hocico del caballo, quien reaccionaba
cabeceando.
—
¡Nos van a comer vivos! —advertía Sofía, pellizcándome las piernas.
—
¿Cómo podés decir eso?
Volteándome,
advertía la poca distancia que nos salvaguardaba de la bestia satánica. No
había más de diez metros. La fiera chirriaba y avanzaba. Nueve metros. Ocho. La
muerte acechaba. El niño indio atinaba a bajarse del caballo, justo en el
momento en que el drone comenzaba a desplazarse en sentido contrario a la
reina. Increíblemente el caballo trotaba. El zángano agilizaba su vuelo, el
potro acrecentaba la marcha. Para nuestra calma, galopaba. La hormiga maldita
poco a poco nos perdía pisada. Estábamos escapando de la parca.