sábado, 2 de abril de 2016

ODISEA EN AMÉRICA (EPISODIO #119)


Mover el caballo no había demandado esfuerzo. Eternamente agradecido, acariciaba su cuello. No relinchaba, apenas resoplaba, tal vez sumido en el tedio. Con su cola espantaba insectos. Eran mosquitos y seguían sedientos. Yo hacía lo mismo, amedrentándolos con las manos, pese a que en mis brazos refugiaba a Astor, pero las picaduras no importaban tanto, nos preocupaba que el aparato extraño descubriera nuestro paradero. El puente nos servía de escondrijo. Teníamos que aguardar que esa cosa pasara de largo. Al cabo de cinco minutos, espantosamente tortuosos por cierto, oíamos un sonido, de similares características al emitido por un ventilador inmenso. Para males, los mismos chirridos —que nos habían intimidado la noche previa— invadían nuestros oídos. Estábamos en presencia de criaturas alienígenas. Me latían las muñecas. El sonido ventoso se hacía más intenso. El aparato se había detenido por encima de nuestras cabezas. Repentinamente el arroyo experimentaba cambios. La corriente de agua perdía fuerza. Se estaban generando remolinos. Varios peces emergían muertos. Olfateábamos peligro. El caballo se estaba impacientando. Sofía usaba las manos para cubrirle las orejas y distraerlo un poco. ¡Viracocha!, vociferaban desde el puente como si estuvieran invocando a un ser supremo. Todo parecía indicar que entre aquellos visitantes también había de los nuestros.