Mover
el caballo no había demandado esfuerzo. Eternamente agradecido, acariciaba su
cuello. No relinchaba, apenas resoplaba, tal vez sumido en el tedio. Con su cola
espantaba insectos. Eran mosquitos y seguían sedientos. Yo hacía lo mismo, amedrentándolos
con las manos, pese a que en mis brazos refugiaba a Astor, pero las picaduras
no importaban tanto, nos preocupaba que el aparato extraño descubriera nuestro
paradero. El puente nos servía de escondrijo. Teníamos que aguardar que esa
cosa pasara de largo. Al cabo de cinco minutos, espantosamente tortuosos por
cierto, oíamos un sonido, de similares características al emitido por un
ventilador inmenso. Para males, los mismos chirridos —que nos habían intimidado
la noche previa— invadían nuestros oídos. Estábamos en presencia de criaturas
alienígenas. Me latían las muñecas. El sonido ventoso se hacía más intenso. El
aparato se había detenido por encima de nuestras cabezas. Repentinamente el
arroyo experimentaba cambios. La corriente de agua perdía fuerza. Se estaban
generando remolinos. Varios peces emergían muertos. Olfateábamos peligro. El
caballo se estaba impacientando. Sofía usaba las manos para cubrirle las orejas
y distraerlo un poco. ¡Viracocha!, vociferaban desde el puente como si
estuvieran invocando a un ser supremo. Todo parecía indicar que entre aquellos
visitantes también había de los nuestros.