Se
oían ruidos de pisadas, aquellos seres iban y venían en el puente para sumirnos
en una profunda desesperanza. Estaba asustado. Sofía también, parecía un
fantasma. El caballo sólo atinaba a sacudir patadas. Para nuestra calma no
relinchaba. Aquellas cosas revoltosas perturbaban. Mis piernas se aflojaban.
Estábamos indefensos, desarmados, en una pampa tomada por criaturas extrañas.
Los peces seguían emergiendo. El panorama desolaba. Nos volteábamos hacia el
mismo lado, el izquierdo, una sombra misteriosa comenzaba a ennegrecer la
tierra, a unos veinte metros de nuestras piernas trémulas. El sol brillaba, sin
embargo aquella sombra espeluznante avanzaba cual incendio desaforado, arrasando
con todo. El pasto se chamuscaba. Inmediatamente se convertía en polvo. La
sombra aciaga no se detenía. ¡Viracocha!, seguían voceando como locos. No
quería que mis cenizas descansaran a la vera del arroyo. Temiendo algo trágico,
nos tomábamos de las manos.