En
aquella pradera baja, de al menos cien metros cuadrados, nos sorprendía una
cápsula, una envoltura esférica, de material extraño, suspendida en el aire a
metro de la tierra que, extrañamente, albergaba una cosa. El caballo detenía la
marcha. Resoplaba y descansaba. A nuestras espaldas la sombra nefasta avanzaba.
Con mis pies puestos en la tierra acortaba distancia con la cápsula. No quería
tocarla, tenía miedo de que también me retuviera en su cavidad extraña. El gato
maullaba. Sofía hablaba pero ni siquiera me volteaba. En el interior de la
cápsula yacía inerte nuestro zángano aliado. Era Erchudichu, no se movía,
estaba inmóvil, víctima del encierro que esa peculiar cosa le había impuesto.
Sofía alzaba la voz y me forzaba a observarla. Estaba enojada pero simultáneamente
inmersa en una confusión desgraciada, como yo, que no decía nada y volvía a inspeccionar
la cápsula. Pese a todo nos habíamos reencontrado pero la sombra nefasta avanzaba,
como una ola desenfrenada.