En
el suelo había un palo del tamaño de un garrote. Necesitaba cogerlo para luego
tantear si la envoltura esférica podía aprisionarme. El caballo relinchaba sin sosiego.
Una misteriosa fuerza de atracción me quitaba el palo de las manos. Lo soltaba.
Estaba vacilando. ¿Cómo podía hacer para perforar esa cosa sin que me capturase?
La cápsula malparida quería tragarme. Volteando mi cuerpo tieso buscaba las
respuestas que no hallaba. ¡Maldición, la sombra nefasta seguía avanzando en
dirección a nosotros! No solía hacerlo pero me estaba comiendo las uñas. Podía
montar el potro y escapar como un prófugo, sin embargo nuestro zángano rogaba
protección, pese a que no hablaba, porque se movía sin cesar. Me apenaba verlo
en ese estado de indefensión. Sin querer estaba pisando un hormiguero. Varias
hormigas recorrían mis piernas sudadas. Picaban. Usando las manos perseguía
espantarlas. Estaban llegando a mi entrepierna. Me bajaba el pantalón. En esos
instantes de inquietante desesperación, reaparecía Erchudichu con su sonido de
moscardón para sumirme en la más profunda confusión. Retrocedía, viendo como
nuestro zángano descendía desde el cielo como un ángel salvador. Por cierto me
había equivocado de aparato. Esperanzado, comenzaba a rascar mis genitales,
siendo testigo del accionar de nuestro zángano, que con sus aspas delanteras se
acercaba a la cápsula y le hacía tajos sin compasión. A ver si me explico: Erchudichu
utilizaba sus aspas para perforar la cápsula. Extrañamente no se inmutaba. Su
abertura ya era lo suficientemente grande como para permitir el paso de un
brazo. Oía los maullidos del gato. También los ruegos de mi compañera, que
desde el caballo no paraba de alertar: ¡atrás, atrás! Señalaba el puente con
los brazos en alto. Frente a mis ojos estaba el caballo. Más allá de su
musculatura el puente lejano, pero entre el puente y la sombra nefasta corrían
seres extraños. ¡Qué desdichados, las criaturas alienígenas también venían por
nosotros! Y metros atrás, unos seres con taparrabos. Mis ojos se estaban
desorbitando. No sabía qué hacer, había entrado en un estado de shock. Ni saliva
podía digerir. Las hormigas despiadadas volvían a invadir mis piernas torturadas.
Al bajar la mirada advertía que mis pies estaban pisoteando otro hormiguero.
Era más grande que el anterior. Los insectos picaban como picanas endemoniadas.
Después de todo había destrozado su reino. Desesperado comenzaba a dar saltos.
Mis torpes manotazos no prosperaban. Jamás en mi vida había batallado con pequeños
enemigos tan bien organizados. Más que hormigas parecían termitas. Erchudichu
seguía perforando la cápsula. ¡Viracocha, Viracocha!, se oía por todos lados.
Las criaturas se aproximaban, acompañando la sombra nefasta.