domingo, 24 de abril de 2016

ODISEA EN AMÉRICA (EPISODIO #132)


Incrédulos, nos quedábamos perplejos. La hormiga era más voluminosa que el caballo. Había sacado el cuerpo completo. Torpemente se desplazaba hacia el otro lado de la grieta. El indiecito nos decía cosas. Por supuesto no comprendíamos el significado de aquellas palabras. Levantaba su arco. Le apuntaba una flecha. ¡Que no se te ocurra lanzarle un flechazo!, alcanzaba a decirle, balbuceando. El aspecto del insecto era pavoroso. Tenía ganas de vomitar. Entre convulsas arcadas, respiraba. El niño indio le seguía apuntando, pero repentinamente la bestia tan temida se volteaba para enseñarnos el aire tétrico de su mirada: tenía al menos seis patas, con garras, un par de ojos negros del tamaño de mis manos y dos antenas que, por detrás de sus mandíbulas atenazadas, sobresalían de su cabeza como espadas. Encima emitía un zumbido que hasta me ponía tiesas las pestañas. ¡Tenemos que irnos!, tartamudeaba. En esos instantes el niño indio sorprendía con un flechazo que cual balazo perforaba su tórax. Los ojos de la bestia se desorbitaban. Chillaba. Me orinaba el pantalón. Tiritaba de espanto. Las hormigas se agrupaban buscando formar un escudo protector. Estaba muy tenso, también Sofía que no paraba de pellizcarme el antebrazo. La hormiga reina padecía la herida. Su tórax perforado expulsaba una sustancia viscosa. Era verdosa, tal vez más que el pasto. Sus chillidos carecían de armonía. Cabeceando, sacudía las antenas para todos lados. De pronto cientos de hormigas trepaban por sus patas delanteras. Se dirigían a la herida. La flecha seguía incrustada. Cooperaban para extraer el proyectil que la lesionaba. Increíblemente la flecha era sacada. Yo no entendía nada. Para males la bestia elevaba su cara endemoniada. Nos miraba, sus ojos negros irradiaban bronca. El miedo me paralizaba. Temía lo peor. Lo presentía. El indiecito no decía nada. Una vez más apuntaba su arco en dirección a la fiera. No disparaba. Todas las hormigas se agrupaban en la herida para taparla. Se amontonaban para impedir que esa cosa horrenda continuara perdiendo sustancias viscosas. Después de mucho tiempo elevaba plegarias. Sin embargo las súplicas no ayudaban: la hormiga reina se recuperaba. Apretaba las mandíbulas, tal vez las preparaba para descuartizarnos. De su boca escapaba una baba asquerosa. Chirriaba. Todas las hormigas se apartaban. Escapábamos o terminábamos en sus garras.