El
zángano malhadado comenzaba a escapar de la cápsula. Ni Magoya podía salvarlo
porque encima se había atascado. Liberado de las hormigas agresivas subía mi pantalón
para acercarme a Sofía. Ella seguía montada, con la mirada puesta en la sombra
nefasta. No más de cincuenta metros nos distanciaban de su fuerza de exterminio.
Los únicos que me ojeaban eran Astor y el indiecito, quien de inmediato se
agachaba para sujetar un arco y varias flechas que descansaban entre unas marañas.
No tenía miedo. A veces los peligros pueden ser olfateados. De hecho no me
apuntaba, curiosamente se preparaba para defendernos. El zángano desdichado
finalmente escapaba. Me preparaba para subir al lomo del caballo. Sofía se
echaba hacia atrás con el gato arañándole las tetas. Saltaba. Ya subido me agarraba
a sus crines y con los pies tiesos le daba varios talonazos en las costillas
para forzarlo a una partida. Temiendo lo peor, el potro acataba. Suspiraba. Buscando
al indiecito advertía que se había perdido de vista. Me importaba un carajo
su descortés despedida. Sofía se aferraba a mi cintura. Los temibles chirridos
comenzaban a darme escalofríos. Era un hecho que las criaturas se aproximaban.
No quería mirar hacia el puente. Desde mis patillas unas gotas de sudor insistían
en alcanzar mis mejillas. No habremos recorrido cinco metros que el tozudo caballo
se detenía.