Cuánta
impotencia, ni siquiera podía domeñar unos bichitos que creía insignificantes. Eso
mismo me replanteaba, en la desolada y temida pampa. Erchudichu seguía cortando
la cápsula. No podía parar de rascarme los genitales. Las hormigas carnívoras
avanzaban por mis pantorrillas. Las aborrecía, esos infelices no eran insectos,
o sí, pero habían evolucionado para saciar su apetito con carne humana. A los
lejos podía avistar la presencia de cuatro criaturas alienígenas, dirigiéndose
hacia nosotros por detrás de la sombra desgraciada. El otro zángano seguía
encapsulado y el gato no maullaba, tan solo se limitaba a observar mis
desesperados intentos de liberación de las temibles hormigas asesinas.
Sorpresivamente, del otro lado de la cápsula, aparecía un niño. Por su aspecto
era un indiecito. Tenía el cabello negro como la noche y la piel vistosa como
el cobre, con ojos saltones, nariz aplanada y labios tan carnosos como los de
un bagre. El inesperado chiquitín vestía un taparrabo pardo y una túnica sin
mangas que combinaba con sus sandalias verdosas. Estupefacto, lo observaba,
miedoso de que acortara distancia, en alerta constante, pero él contemplaba mis
reacciones, quietito como un pinito, entre unas malezas que largamente
superaban su metro y pico de estatura. Estaba incrédulo: aquel niño sonreía,
tal vez motivado por mi picazón horripilante.